Crónica: Un participante de la «rebelión de octubre»

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En tiempos de calle y rebeldía

Un relato personal entre dos ciudades. Primera parte: Quito

John Cajas-Guijarro[1]

“Cada acto de rebelión expresa una nostalgia por la inocencia y un llamamiento a la esencia del ser”

Albert Camus

Nota: Este texto es un relato escrito desde una perspectiva muy personal. No es ni un análisis riguroso ni mucho menos. Es más bien una invitación a que otras personas también cuenten sus propios y valiosos relatos sobre los eventos que se describen a continuación, mucho mejor si son relatos vividos “desde abajo”.

Era otra noche intrascendente en un bus de Quito. Gente de mirada desorbitada por doquier, quizá por cansancio o quizá por ese aroma de “compañerismo” que a todos nos asfixiaba en medio de tantas humanidades juntas. Miré el celular, buscando alguna novedad o algún “meme” para reír luego de otro día cansado que pasó entre dar y recibir clases de economía. Llegó un mensaje: ¡ya se conocían las medidas económicas que anunciaría el presidente ecuatoriano Lenin Moreno! Se anunciaba que no se tocaba el Impuesto al Valor Agregado (IVA, un impuesto al consumo que afecta por igual a ricos y pobres) pero vía decreto se iban a eliminar los subsidios a los combustibles (gasolina extra y diésel, clave para el transporte público y de productos). Luego de leer el anuncio, debí guardar el celular pronto, pues ya le brillaban los ojos a aquel amigo de gorra que se bajaba en San Roque. Pero quién diría que, luego del anuncio hecho ese martes 1 de octubre de 2019, la historia cambiaría para todos los que viajábamos en ese y en muchos otros buses…

A la mañana siguiente, vendrían las reacciones públicas: los transportistas armarían un paro indefinido en caso de que los subsidios se eliminen, como terminó sucediendo desde las 0:00 horas del jueves 3 de octubre. Por su parte, varios colectivos y movimientos sociales de las más diversas corrientes nos convocábamos para una gran movilización pacífica en Quito a las 3 de la tarde de aquel jueves (así como en otras partes del país). Pese a eso, aclaro que de mi parte suelo ir a esas actividades solo o con muy pocos amigos cuando es posible… Pero cuando llegó ese día, no serían ni los transportistas ni los movimientos sociales los primeros protagonistas, sino los estudiantes universitarios, entre ellos varios de mis alumnos y exalumnos (lo digo con una mezcla entre orgullo y “sana” envidia), quienes arrancarían las jornadas de protesta a eso de las 10 de la mañana.

Muchos fuimos sorprendidos por ese arranque abrupto de los estudiantes, pues esperábamos grandes movilizaciones a las 3pm. Pero bueno, “así son estos procesos” me decía a mí mismo. Sin embargo, mientras planificaba algunos proyectos de investigación y mis clases, empezaban a llegar al celular imágenes peculiares e inesperadas: multitudes de estudiantes corrían sonrientes – y algunos hasta tomados de las manos como si caminaran bajo un bello y vomitivo arcoíris – desde el parque El Ejido, con rumbo a… ¿¡Carondelet!? Estuvieron cerca de llegar, o al menos eso les hicieron creer las fuerzas policiales hasta que los emboscaron. En pocos minutos se pasó de la alegría a la represión con estudiantes arrinconados (algunos me escribían relatando cuán crítica era la situación) por bombas y policías por doquier. Tocó acelerar la marcha.

Para mediodía, uno ya se encontraba en La Alameda, recibiendo mensajes de colegas que estaban totalmente exhaustos luego de esa primera lid. Y para cuando llegó la gran movilización de las 3pm, el centro de Quito estaba convertido en un campo de batalla que no se había visto desde las movilizaciones más duras contra el correísmo. Un escenario parecido, por ejemplo, fue aquel amable recibimiento con caballos y toletes que nos dieron en unas protestas de diciembre de 2015 contra las enmiendas constitucionales que buscaban perennizar a Rafael Correa en el poder (y qué decir de todas aquellas personas que han debido soportar fuertes procesos de represión en los territorios, sobre todo a causa de la expansión extractivista). Incluso la situación se volvió más dura, pues ese mismo día el presidente Moreno decretaría estado de excepción.

En definitiva, se venía una rebelión popular, al menos esa sensación me quedó luego de todas las bombas que tocó patear (la falta de práctica hizo que al inicio no les atine) y el gas lacrimógeno que tocó tragar aquel jueves 3 hasta la noche; gas que, por cierto, como que tenía sabor a caducado, lo cual se notaba que afectaba en especial a quienes vivían sus primeras movilizaciones fuertes (por ahí vi a algún pobre desgraciado que le quisieron ayudar lanzándole agua que, creo, no tenía nada de bicarbonato). El carácter popular – y bastante improvisado – de la rebelión se podía sentir hasta cuando uno debía retornar a casa: buscando algún camión o camioneta, tratando de sujetarte de donde sea y emulando esas clásicas escenas de migrante indocumentado cruzando la frontera.

Por cierto, antes de olvidarlo, cabe aclarar que la protestas no solo se vivieron en Quito. Apenas como ejemplo, ese mismo jueves 3 en Guayaquil se registraban desmanes, y en otros rincones del país había importantes protestas populares. Mientras, los transportistas que empezaron su paro nacional el jueves deponían la medida el viernes, pidiendo de forma tibia al gobierno que revea su posición frente a los subsidios. Serían los estudiantes y otros sectores sociales los que sostendrían las movilizaciones, a las que se sumaron la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y el Frente Unitario de Trabajadores (FUT) con todas sus potencialidades y limitaciones. Por su parte, para el fin de semana del 5 y 6 de octubre, las palabras de Moreno subían de tono contra los manifestantes: “¡se acabó la zanganería!” decía el presidente. Es decir, quienes protestábamos en las calles, éramos unos zánganos a criterio del “ilustre” mandatario (aunque, bueno, uno como economista y seudo-escritor a veces sí se siente “zángano”, pero no pelagato).

Sin duda las palabras de Moreno al parecer no querían entender, o no le interesaban entender, que muchos sectores no solo protestábamos contra la eliminación de subsidios a los combustibles. Esa medida era la gota que derramó el vaso que se fue llenando con toda la arremetida neoliberal protagonizada por el gobierno, que continuaba con la herencia de los últimos años del correísmo y que llegó a su punto más alto con la firma de una nueva Carta de Intención con el Fondo Monetario Internacional (FMI) en marzo de 2019 (y múltiples medidas que se analizan en un artículo disponible en este enlace: http://bit.ly/2thIn7k). Incluso, siendo más amplios, la protesta también iba en contra de casi cinco años de estancamiento económico (el ingreso por ecuatoriano se ha mantenido estancado en menos de 6.350 dólares anuales desde 2014), empleo deteriorado (desde 2016 en promedio menos del 40% de la población trabajadora tiene empleo adecuado), ingresos paupérrimos (para 2018 la mitad de la población trabajadora ganaba un ingreso laboral menor al salario básico de 386 dólares mensuales), flexibilización laboral, despidos y quiebra de un sinfín de pequeñas empresas. Pero en vez de detenerse a reflexionar sobre todos esos y muchos otros factores, el gobierno prefirió continuar con una dura represión a la rebelión popular.

Para el lunes 7 de octubre, llegaba la novedad de que el presidente había trasladado la cede de gobierno a Guayaquil y, en una cadena nacional que intentó intimidar pero que terminó volviéndose motivo de “meme” – pues dejaron al presidente en vivo ante cámaras con un teleprónter sin texto – se anunciaba que se mantenía la eliminación de los subsidios. También se anunció un toque de queda de 20:00 a 05:00 todos los días y, en redes sociales, se volvían virales las imágenes de tanquetas militares llegando al palacio de Carondelet.

Pero sin duda la rebelión popular saltaría a un nuevo nivel con la llegada de los “refuerzos”, que después pasarían a ser los nuevos protagonistas de la movilización: los miembros del movimiento indígena en sus diferentes versiones y colores. De hecho, se me viene a la memoria una escena memorable. Luego de toda una jornada de protesta (creo que fue el mismo lunes, disculpen la poca memoria), cuando muchos mestizos-runas regresábamos del centro al sur de Quito, detuvieron por unos minutos nuestro retorno una serie de vehículos, camionetas y camiones, repletos de compañeros indígenas. Y los mestizos-runas nos detuvimos, y aplaudíamos y vitoreábamos. Y desde esos camiones, sonaban gritos de solidaridad y apoyo (y alguno que otro que decía, jocosamente, que iba a hacer lo que nosotros – inútiles – no podíamos lograr). Al fin los mestizos-runas reconocíamos a nuestros hermanos indígenas, los veíamos y nos sentíamos compañeros de una misma causa. Sin racismo, sin elitismos de ningún tipo. En verdad, fue bellísimo, como ver llegar a un ejército aliado justo cuando uno empieza a sentirse derrotado.

Desde ese momento, la rebelión popular tomaría nuevos aires. Tanto el parque de El Arbolito como la Casa de la Cultura recibirían – como en históricas jornadas de épocas pasadas – a los miembros del movimiento indígena. Muchos llegaban coordinados por organizaciones grandes, pero otros simplemente habían decidido tomar un vehículo y emprender camino a la capital. Y así se juntaron las fuerzas para las grandes movilizaciones populares protagonizadas por la CONAIE – y el FUT – el miércoles 9 de octubre en Quito. Mientras, en Guayaquil, también se vivieron movilizaciones, aunque resaltaron aquellas dirigidas por múltiples sectores de derecha que empezaban a deponer sus diferencias para tratar de defender no solo al gobierno sino, según sus palabras, para defender la “República” (como sugeriría cierto banquero Guillermo Lasso que sigue desperdiciando dinero con sus aspiraciones presidencialistas). En esas movilizaciones por defender el statu quo – pues no se me ocurre otro justificativo – no faltarían las expresiones de desprecio al indigenado, como aquellas palabras del “presidenciable” líder socialcristiano Jaime Nebot (de oscuro pasado) quien recomendó a los miembros del movimiento indígena a que “regresen a su páramo”.

Pero si desde las élites se destilaba desprecio, desde abajo se generaron cada vez mayores expresiones de apoyo y quizá hasta los gérmenes de una auténtica “solidaridad de clases populares”. Algunos intentábamos apoyar de algún modo sea con la entrega de víveres o recursos para los compañeros que llegaban a Quito, mientras que otras personas incluso decidieron acudir de voluntarios para organizar puntos de paz y de acogida a la población indígena, sobre todo en la Universidad Central, la Universidad Católica y la Politécnica Salesiana (por cierto, en estas dos últimas las fuerzas policiales lanzaron gases lacrimógenos en un condenable uso excesivo de fuerza en zonas de paz). Las redes sociales, por su parte, se llenaban minuto a minuto de noticias reales, noticias falsas y, quizá lo más importante, se volvían instrumentos útiles para la coordinación. Asimismo, en términos más políticos, algunos nos reuníamos varias veces, discutíamos y pensábamos en qué se podía hacer para apoyar a la movilización y cómo aportar con ideas para que de la lucha popular se obtengan buenos resultados (por ahí recuerdo, a modo de anécdota, que hasta redacté una suerte de “decreto paralelo” que se iba a presentar como propuesta a un grupo de asambleístas, pero sinceramente no conozco en qué terminó esa propuesta).

Entre la rebelión popular cada vez más organizada, las amplias movilizaciones protagonizadas en especial por la CONAIE, y el uso desmedido de fuerza policial, empezarían a emerger las tragedias. Para el jueves 10 de octubre se conoció del fallecimiento de al menos cuatro personas a causa de la represión de días anteriores. Entre los fallecidos se incluía un dirigente de la CONAIE en la provincia de Cotopaxi. Esas noticias se recibieron en el ágora de la Casa de la Cultura con muy profundo pesar y tensión pues, dentro del ágora, se encontraban diez policías a los cuales no se dejaba salir hasta que se dé la entrega de los cuerpos de los compañeros caídos. Si bien ese jueves no hubo grandes enfrentamientos con las fuerzas policiales y militares (estas últimas ya empezaban a intervenir, aunque de forma mucho más cauta), el aire de la Casa de la Cultura se sentía cargado de pesadumbre y tragedia. A muchos nos llegaban los rumores de que se organizaba un operativo para sacar a los policías a la fuerza (aprovechando incluso las mismas redes sociales en una suerte de “guerra psicológica”). Varios compañeros y compañeras se descomponían bajo el miedo de que se viviera una masacre al interior del ágora, mientras otros tratábamos de brindarles apoyo.

Al final no hubo ningún operativo (o al menos no se ejecutó si es que en verdad llegó a existir), pero sin duda se vivieron momentos dignos de una novela de García Márquez o quizá de Rulfo. Mientras en la Casa de la Cultura merodeaba el miedo, apenas a unas cuadras, en la Asamblea Nacional, policías y militares recibían refuerzos y recargaban sus provisiones de gas lacrimógeno y quién sabe qué otra artillería. De hecho, eso lo verifiqué pues salí de la concentración indígena y caminé junto con una compañera justo hacia la Asamblea, actuando como si fuéramos un par de turistas perdidos. Por suerte no soy famoso – ni me interesa serlo – pues, de lo contrario, seguro me hubieran detenido por caminar por donde no debo (aunque, para ser sincero, más recelo tuve una vez que me metí a la mitad de una manifestación a favor del partido de gobierno en tiempos correístas, y pasé sentado escuchando a mis enemistades políticas con los puños apretados y las piernas listas por si alguien me reconocía). Luego, cuando el movimiento indígena recibió el féretro con el cuerpo del dirigente de Cotopaxi que falleció, se pasó del miedo y la tensión a un ambiente de tristeza con rituales y cánticos propios de un funeral. Incluso se ofreció una misa que mezclaba la petición por el bienestar del alma caída y la exigencia al gobierno de que escuche el reclamo de su pueblo; misa que me llamó mucho la atención por el momento que se vivía, pese a que soy ateo. Luego se obligaría a los policías retenidos a cargar el féretro antes de ser liberados. Sin duda, un evento mezclado de pesar, solemnidad y hasta justicia poética… ah, y también ese día a un periodista del establishment le dieron una pedrada.

A raíz de todos esos eventos, y del conocimiento de las personas fallecidas a través de redes sociales – pues al menos los grandes medios televisivos preferían difundir caricaturas antes que presentar a detalle lo que sucedía en las calles (o en sus propias instalaciones que en algunos casos fueron hasta levemente incendiadas) – las protestas y la represión se volvieron más intensas. Para el viernes 11 de octubre, por ejemplo, las fuerzas represivas policiales y militares tendieron una emboscada a los manifestantes por medio de una falsa “tregua” a las afueras de la Asamblea Nacional. Para la tarde y noche, la situación era tan dura, que los manifestantes se fueron coordinando para preparar barricadas de defensa sacando adoquines de las calles. El sábado 12, gran parte de las calles de Quito amanecieron cerradas y ni siquiera había mercados. Aquel día también se vivió una potente marcha de mujeres con la cual se recordaba al poder que la protesta social era promovida desde varios frentes y con múltiples propósitos. En una torpe respuesta a los eventos de todos los días anteriores, el presidente Moreno decretó el toque de queda y la militarización de Quito, lo cual no detuvo la lucha desde las barricadas (construidas con adoquines y piedras traídos por centenares de personas que formaban cadenas humanas de apoyo), y en la noche de aquel sábado, buena parte de ls habitantes de la ciudad nos unimos en un gran cacerolazo en contra del toque de queda y en contra del gobierno y sus medidas, aunque los grandes medios lo presentaban como un “cacerolazo por la paz” (si no era por los grandes medios, ni me enteraba que quienes interveníamos en los cacerolazos pedíamos “paz”).

Con todo esto se llegó al domingo 13 de octubre, quizá el día más peculiar de todos (si tienen música a la mano, quizá gusten leer esta parte escuchando White Room de Cream, seguro más de uno me entiende). Las calles de Quito estaban cerradas con todo tipo de obstáculos, había manifestantes en diferentes puntos, basureros incendiados por doquier, negocios con puertas cerradas, grupos de manifestantes con banderas, garrotes y hasta antorchas caseras, a ratos pasaban policías, helicópteros, el suministro de agua empezó a fallar, en fin… De vez en cuando pasaban camiones con gente, que llevaban a la mano lo que podían, y con rumbo al epicentro de las protestas, pero iban tan llenos que más era el miedo a que esa gente se caiga que a cualquier otra cosa. En ese ambiente, uno que vive en el sur de la ciudad simplemente se quedó “atrapado” sin posibilidad de ir al centro de las manifestaciones. Incluso, en medio de ese ambiente, desde unas rejas una señora tensa, de mirada penetrante y muy atenta, resguardada por alguien que cargaba un bate de beisbol, preguntaba: ¿quiere pan?

Quito perdía la “normalidad” y en el aire se sentía que la rebelión se volvía la nueva norma. Mientras, de lo que difundían las redes sociales, se veía que la lucha en las barricadas continuaba más aguerrida que nunca (y uno estaba comprando pan…).

Antes de que la rebelión tomara un rumbo ¿más potente? el gobierno y la CONAIE decidieron empezar un proceso de diálogo, inicialmente televisado, y que después terminaría por romperse. De hecho, llamó la atención como los grandes medios, que habían dado poca cobertura a los eventos en las calles, presentaron el proceso de diálogo casi como si se tratara de todo un evento deportivo (incluso con un entretiempo que debía durar 15 minutos y terminó durando creo que dos horas). Al final, como resultado de ese proceso se decidió la derogatoria del decreto 883 (es decir, el decreto que eliminaba los subsidios a los combustibles). El manejo mediático que se dio al diálogo fue tal que, ni bien se conoció de la derogatoria del decreto, emergió un sentimiento de victoria en buena parte de quienes se mantenían en la mitad de las protestas populares. Muchos compañeros, exhaustos, emprendían su camino de regreso a casa. Como por arte de magia, la rebelión había terminado y Quito volvió a una “normalidad” que a muchos nos dejó un muy mal sabor de boca: si bien se logró detener la eliminación de los subsidios a los combustibles, el costo había sido demasiado alto – once personas fallecidas según la Defensoría del Pueblo – y la agenda neoliberal del morenismo seguía en marcha desde otros frentes.

Aunque la rebelión terminó abruptamente, la lucha continuó con un movimiento indígena liderado por la CONAIE que intentó evitar que todo se reduzca a la eliminación de los subsidios a los combustibles. Como parte de ese esfuerzo, se dieron múltiples reuniones, se organizaron espacios de reflexión, y al final en la sede de la CONAIE se convocó al Parlamente de los Pueblos y Organizaciones Sociales del Ecuador para que, desde ahí, se arme y proponga un plan económico alternativo a la agenda neoliberal impulsada tanto desde el FMI como desde diferentes grupos de poder locales. Es decir, además de la CONAIE, participamos colectivamente múltiples sectores de la sociedad (con algunos que ya veníamos previamente asesorando al movimiento indígena en lo que podíamos), y todos terminamos reunidos en el mencionado Parlamento de los Pueblos elaborando una propuesta económica (disponible en este enlace: http://bit.ly/2NxO3jO). Si bien esa propuesta posee algunas limitaciones (tanto por la premura de los tiempos como por las múltiples y diversas posiciones ahí presentes), es quizá un primer intento de posicionar desde sectores populares una alternativa económica enfocada a que sean los grupos económicos y quienes más tienen los que empiecen a pagar los costos de la crisis y el estancamiento económico que vive el país. Y en especial, el último punto de ese plan propone algo que personalmente me agrada destacar siempre y con lo cual concuerdo mucho (hay una razón muy concreta, pero mejor eso lo dejo a la imaginación):

“Ratificando el derecho de los pueblos a la participación democrática, proponemos crear una institución pública – independiente del Ejecutivo – de planificación y política económica democrática, compuesta por representantes técnico-políticos del Estado, universidades, movimientos sociales, sindicatos, movimiento indígena y demás sectores populares. Esa institución deberá elaborar – en un plazo máximo de 6 meses – un plan económico integral con objetivos y políticas coyunturales y estructurales que atiendan múltiples dimensiones (fiscal y tributaria, monetaria, productiva y extractiva, laboral y de seguridad social, comerciales, distributivas, y demás). El Estado deberá entregar a esta institución toda la información necesaria para elaborar el mencionado plan, a la vez que deberá existir un espacio en donde la población en general pueda plantear sus propias propuestas. El objetivo de esta entidad es, a corto plazo, superar el estancamiento económico y, a largo plazo, encontrar alternativas para superar la actual modalidad de acumulación primaria-exportadora extractivista, periférica y dependiente” (pp.18-9)

Este punto es vital, pues propone la necesidad de que exista un espacio de discusión y planificación de alternativas económicas mucho más profundo, técnico, político y democrático. Un espacio que, a corto plazo, se enfoque en pensar alternativas al estancamiento económico que vive el Ecuador desde 2015. Y, a mediano y largo plazo, busque alternativas a la modalidad de acumulación capitalista extractivista, periférica y dependiente a la que el país se encuentra sometido. Pero, sobre todo, un espacio de carácter popular (sin ningún iluminado ni sabelotodo), en donde cualquier persona que lo desee presente sus propuestas para enfrentar los problemas de nuestra sociedad.

Como era de esperar, el gobierno de Moreno no hizo caso a ésta y las demás propuestas económicas del Parlamente de los Pueblos. Pero al menos, se dejó un documento de base que puede ser de utilidad para cuando surjan nuevas rebeliones populares. Que, estoy seguro, volverán.

Y así, luego de un trajinar complejo, a ratos agotador, aprendí que la “solidaridad de clases populares” no solo que es posible, es urgente si queremos enfrentar los duros tiempos que se vienen. También aprendí que es vital pensar rápido y saber escribir “cómo salvar al país en once pasos escritos en una carilla de papel” (dicho en términos más sofisticados, en economía y en política es vital saber construir narrativas). Pero pese a todo ese aprendizaje, había que volver a la “normalidad”. Volví a recorrer Quito en esos buses plagados de gente “amistosa”, extrañando regresar en camión o camioneta luego de una jornada de protesta (prefiero el aroma del gas lacrimógeno – así esté caducado – al de un bus lleno de gente, siendo sincero). Volví a dar y recibir clases, escribir investigaciones, y de vez en cuando mantener alguna reunión política o de otro tipo, siempre extrañando esa hermandad en medio de la rebelión. La “normalidad” ya no es lo mismo luego de, como diría Dostoievski en “el sueño de un hombre ridículo”, ver la “realidad”, ver que sí es posible sentirnos como hermanos, mestizos-runas, indígenas, afros, montubios, todas y todos en definitiva luchando por un mismo fin.

Pero bueno, aún había otra lucha en el horizonte. A pocas semanas de concluida la rebelión de octubre en Quito y el proceso del Parlamento de los Pueblos, llegó un correo que esperaba desde hace tiempo: había sido aceptado un trabajo que escribí junto con otro amigo sobre estructuras centro-periferia, dependencia y redes de comercio internacional tomando como punto de base el debate Cardoso-Marini (por si gustan, se encuentra en este enlace: http://bit.ly/2tqAVGL) y, pese a las complicaciones logísticas, a un ambiente de protesta social duro, a una represión a ratos severa, y con noticias de desapariciones y demás casos graves sonando en las redes y en los medios, me esperaban gustosos para presentar esa investigación… en Santiago de Chile, la ciudad protagonista de la segunda parte de este relato personal entre tiempos de calle y rebelión.


[1] Economista ecuatoriano.