Aura Isabel Mora
Ni bien terminaba mi columna anterior, en la que me refería a los aciagos días que se sucedieron con la seguidilla de masacres a la detención de Uribe, cuando nuevas noticias con viejos temas volvían a estremecer el país. No bastó, tampoco, el quantum de desprestigio que cayó sobre el Ejército por la violación de la niña Embera Chamí por parte de siete soldados para que integrantes de la Fuerza Pública, esta vez de la Policía, volvieran a ser protagonistas de actos abusivos y criminales en contra de civiles.
En pleno Día Nacional de los Derechos Humanos (1), la policía masacraba a siete personas en Bogotá, que protestaban por el asesinato, la noche anterior, de Javier Ordoñez que, al parecer, llegaba caminando borracho a casa y que, por su estado de alicoramiento, fue supuestamente objeto de un procedimiento policial, obviamente, por parte de agentes de policía, que inicialmente lo redujeron por medio de un taser, no bastándoles ni atendiendo los llamados de la víctima de “no más, por favor”, y posteriormente terminaron llevándolo a un CAI (2) donde lo ultimaron a punta de golpes y más torturas. El hombre resultó ser un estudiante de Derecho a punto de graduarse, además de ingeniero aeronáutico, padre de dos niños.
El día siguiente, al conocerse las circunstancias de la muerte del residente del sector, manifestantes atacaron el CAI del Barrio Villaluz, donde fue asesinado Javier Ordoñez, y las protestas se esparcieron casi que por toda la ciudad, teniendo como blanco estos inmuebles policiales. No tardaron mucho en aparecer en redes sociales imágenes y videos de agentes de policía disparando sus armas de fuego en contra de los manifestantes.
Hasta ese punto, la Fuenteovejuna de Lope de Vega parecería ser muy actual, pero desafortunadamente, el colombiano parece ser un pueblo irracional que va en contra de sus intereses. Al punto que bien distinta y mucho mejor hubiese sido la suerte del Comendador Fernán Gómez de Guzmán, si la Fuente Obejuna de los primeros años del Siglo de Oro que inspirara a Don Felix (3), hubiera estado poblada por los vástagos de la tierra que, con realismo mágico, sirviera de musa para que Macondo existiera.
Un policía corrupto o asesino nunca será tan peligroso como el ciudadano que lo apoya y lo defiende cada vez que comete un abuso; este policía abusará o matará a alguien y el crimen se limitará a lo que es este policía, pero el ciudadano que políticamente apoya su proceder es quien convierte a los policías buenos, honestos y éticos en abusivos y sicarios, y quien los alienta a proceder criminalmente en contra de la población civil, creando hordas de sátrapas, para luego proceder a revictimizar al perjudicado. Es común ver, después de un asesinato en el que esté involucrada una cuestión política o un agente del Estado, una campaña de desprestigio de quien fue acribillado, con publicaciones de un prontuario criminal o de malas conductas, casi siempre inexistente e inventado, que son propagadas en redes sociales, usualmente, por quienes apoyan a este gobierno criminal.
Y no contentos con revictimizar a las víctimas, prosiguen con la perversa propaganda de la política de criminalización de la protesta, llamando “vándalos” y “criminales” a quienes se manifiestan, llamando hipócritamente a los medios pacíficos, cuando es notorio que quienes usualmente generan los desmanes son los mismos policías con provocaciones que muchas veces son a punta de disparos. Como si éste no fuera un país en el que la brutalidad policial y los abusos por parte de policías y militares no hubieran cobrado vidas de quienes han querido manifestarse pacíficamente, colmando la historia de la protesta en Colombia de razones y argumentos como para que un clamor tan absolutamente sensato, como el de que las marchas sean pacíficas, sea un despropósito de solamente alguien que desconoce la historia de su país y que carece de la más mínima cultura general y de poca cultura cívica y política.
Desde los albores del siglo pasado, el gobierno colombiano, sin importar quien esté usurpando el solio de Bolívar, ha sabido demostrar que la protesta pacífica es fatalmente peligrosa para quien ose manifestarse en su contra, o de los mezquinos intereses que éste esté protegiendo.
El 5 de diciembre de 1928, en la población costera de Ciénaga, 25.000 trabajadores de la empresa estadounidense Unit Fruit Company, entran en huelga y se concentran en la plaza principal del pueblo. El servil gobierno conservador ametralló a los trabajadores colombianos para complacer a los industriales norteamericanos, ese día fueron asesinados por el Ejército de Colombia más de 1.800 personas.
No conforme Miguel Abadía Méndez con la indeterminada pero absurda cifra de muertos que le ofreció al capital estadounidense en Ciénaga, al año siguiente, el 7 de junio, su policía asesina a Gonzalo Bravo Páez, que marchaba con un grupo de estudiantes que protestaban pacíficamente por la Masacre de Las Bananeras.
Jorge Eliecer Gaitán, quien, en 1929, liderara en el Congreso el debate por la Masacre de las Bananeras, convocó para el 7 de febrero de 1948 a la Marcha del Silencio, una protesta pacífica por la violencia en contra de los liberales por parte de la policía, los militares y los grupos de paramilitares conservadores, denominados pájaros y chulavitas; la concentración trascurrió en total mutismo, a excepción de la pronunciación de solamente la Oración por la Paz. A los dos meses, el gobierno asesinaba a Gaitán. Una época que, en la historia del país, tiene nombre propio: La Violencia.
Para el aniversario del asesinato de Gonzalo Bravo Páez, el 7 de junio de 1954, estudiantes de la Universidad Nacional marchaban pacíficamente hacia su tumba, pero la policía asesina al estudiante de medicina Uriel Gutiérrez y, el día siguiente, a 13 estudiantes más.
Para 1977, las marrullas de los gobiernos y de sus áulicos empiezan a complementarse, lo cual se pudo ver cuando, en el Paro Cívico Nacional, que dejó 33 personas muertas, obviamente por parte de la Fuerza Pública, el ministro Pardo Huelvas salió con la perla de declarar la protesta como “subversiva”; el gobierno de López Michelsen se inventó la perorata de calificar a la protesta social como “complot del comunismo”, tan de moda actualmente.
Actualmente y sin necesidad de hacer memoria histórica, en este siglo y durante este gobierno que, no más a la fecha, lleva tan sólo la mitad de su periodo, hemos visto dos protestas en las que la policía ha asesinado en sendas manifestaciones a personas; además de las que se generaron por la muerte de Ordoñez, hace poco menos de un año, cuando media Suramérica estaba convulsionada, un joven llamado Dilan Cruz, cuyo nombre se convirtió en referente en el debate sobre abusos policiales, era asesinado por un agente del Esmad, la policía antimotines de este país.
Un poco más atrás, durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez -¡tan raro!, ¿no? (?)-, durante la habitual marcha del Día del Trabajo, esta vez la del 2005, otro joven, un menor de edad de tan sólo 15 años, llamado Nicolás Neira también fue asesinado por agentes del Esmad. Nicolás Neira y Dilan Cruz murieron a poco más de dos cuadras de distancia.
Además del caso de la posible violación y abuso sexual, al día siguiente de la masacre de Bogotá, de tres muchachas en CAI del centro de Bogotá, trasladadas allí, con el pretexto de que una agente del mismo género las revisara, desde el CAI de Villaluz (donde había sido asesinado Javier Ordoñez) y donde inicialmente fueron detenidas bajo el supuesto de consumo de estupefacientes, pues una de ellas estaba fumando un cigarrillo (de tabaco, común y corriente).
Pero como, ya lo he dicho, este es un país tan polarizado e, increíblemente, hay mucha gente de extrema derecha, muy seguramente cada quien tendrá sus propias versiones y sacarían sus propias conclusiones, eso si es que estos enajenados pudieran pensar más allá de lo que ya han sido adoctrinados. Es evidente que a los defensores de los valores de la autoridad, el orden, la seguridad y el conservadurismo, les cuesta mucho racionalizar cuando se presenta un conflicto entre la norma que, según ellos, se debe cumplir por encima de todo, y la autoridad que la debe ejecutar, aunque dirimen ese dilema con absoluta facilidad a favor del agente y en contra de la ley; o por mejor decir: los de derecha se la pasan predicando sobre la supremacía de la norma y el cumplimiento de la ley, pero cuando el policía o militar se pone por encima de la norma e infringe la ley, inmediatamente su discurso se acomoda para justificar esa subversión del orden -natural, para ellos- de las cosas.
Después de la masacre de Bogotá del 9 de septiembre, se presentó el caso del joven Juan Nicolás Pinzón Harker (4), al que, en protesta por la muerte a manos de la policía de la joven Julieth Ramírez en los disturbios del CAI de Suba, gritó “asesinos” a los policías de un CAI cuando pasaba al frente de éste, obviamente como acto de crítica por las muertes de Javier Ordoñez y de los manifestantes del día siguiente. Si bien, perfectamente, los policías hubieran podido requerirle que se identificara y proceder a aplicarle una medida correctiva que puede ir desde una multa hasta la participación en un programa comunitario o una actividad pedagógica de convivencia, que era lo que legalmente debían y podían hacer, o bien, ponerlo dentro del plazo legal a disposición de un juez, si consideraban que la conducta pudiese ser de índole delictiva, decidieron acusarlo de hurto de su propia bicicleta (cuya documentación de propiedad conserva en su casa), luego, propinarle una golpiza para hacerlo entrar en el CAI, golpeándolo en las piernas y la espalda, tomarlo por los testículos, dañarle sus zapatos y su maleta, insultarlo con improperios sexistas mientras le repetían que le iban a “enseñar a respetar a la autoridad” o hacer que “se le bajaran las ganas de molestar a la policía”, luego decirle que habían encontrado drogas bajo su posesión (pero que provenían del mismo CAI), retenerle su teléfono celular e incomunicarlo, y terminar, después de un largo tiempo de detención ilegal, obligándolo a firmar un documento que no pudo conocer y tomarle a la fuerza la impresión de sus huellas digitales.
No obstante existir normatividad legal, como el Código Nacional de Policía y Convivencia que establece que las autoridades y, en particular, el personal uniformado de la Policía deben dirigirse a los habitantes con respeto, y normatividad constitucional, que claramente dice que nadie será sometido a torturas ni a tratos crueles, inhumanos o degradantes y que el debido proceso se aplicará a toda clase de actuaciones administrativas (por tanto, policivas y policiales), y que, obviamente, proscriben estas actuaciones y estas conductas de los policías, parece ser común ver que los de este país prefieren actuar a su acomodo y complacencia, en total contravía de lo que dice la ley.
Lo cierto es que la Policía de Colombia, como la de cualquier otro país, es una institución necesaria y, para el buen funcionamiento de la sociedad, la función de policía se torna compleja y difícil de ejercer por parte de los agentes, pues requiere, en especial para la gendarmería -se supone, salvo una muy “diestra” (?) opinión en contrario- de una templanza férrea que estoica y taxativamente impida el más mínimo desbordamiento de las facultades conferidas a su función.
La evolución cultural de algunas naciones permite que sus pueblos gocen del privilegio de contar con un cuerpo de policía aplomado, prudente, respetuoso, riguroso en todo sentido y, por tanto meritorio del respeto y admiración de la generalidad de la ciudadanía, en el que la población civil puede, de la manera más tranquila y segura, depositar su confianza y sosiego. Algunos países del mundo tienen gendarmes total y absolutamente educados en la legalidad que protegen y capacitados en la forma de hacerlo, de modo tal que el ciudadano, por más inculto que sea, tiene la seguridad de que, en caso de se le dé por irrespetar o agredir de cualquier forma a un uniformado, éste jamás ejecutará un procedimiento que se salga, ni siquiera en la más mínima medida, de lo establecido en la ley.
Evidentemente, Colombia está lejos de esa evolución, y la policía del país es una prueba del atraso cultural que no le permite llamarse ni civilizado ni democrático. Pareciera que nos encontramos en una sin salida, pero los jóvenes demuestran que la resistencia es tan vieja como la misma opresión, y que siempre que se alce la mano en contra de uno, saldrán millares a gritar lo que no quieren oír, que la policía y los militares no ha sido ni serán los héroes que nos trataron de vender en la política de seguridad democrática.
Los colombianos tenemos derecho de gozar del privilegio de tener una policía a la altura del progreso de los adelantos culturales y sociales, hasta el punto en que gentilmente nos pongan la mano en la cabeza para protegernos de un eventual y accidental golpecillo con la puerta de la patrulla cuando estemos arrestados y, obviamente, podamos estar seguros de que no sufriremos trato indebido que nos lesionen o maten mientras estemos bajo su custodia.
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(1) Día 9 de septiembre, fecha en la que, desde 1985, se conmemora en Colombia el Día Nacional de los Derechos Humanos, y en la que, en 1654, y por lo cual se conmemora, falleció el sacerdote jesuita San Pedro Claver.
(2) CAI o Comando de Atención Inmediata es una unidad policial que funciona en una caseta de, más o menos, nueve a quince metros cuadrados, con una jurisdicción limitada, ubicada en perímetros urbanos, permitiendo una vigilancia específica del sector en el que se encuentra y una adecuada capacidad de respuesta.
(3) Fuenteovejuna, unido y con v, es la obra de Felix Lope de Vega, escrita en 1612 o 1614 (a finales del Siglo de Oro), sobre lo ocurrido en algún momento entre 1492 y 1516 (a principios del Siglo de Oro) en la población cordobesa (sur occidente de España) de Fuente Obejuna, separado y con b.
(4) Caso conocido por difusión en WhatsApp por los familiares de Juan Nicolás Pinzón Harker, de la denuncia realizada por la Red Popular de Derechos Humanos Bogotá.