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Los brazos de Kotosh en Perú

Isabel María Álvarez

En el útero materno, el primer sentido que se desarrolla es el del tacto. Si bien su importancia está fuertemente eclipsada por la primacía de la vista y del oído, la experiencia táctil es fundamental para relacionarnos con el mundo y es la que permite la liberación de oxitocina –la hormona de los abrazos– considerada un excelente antídoto contra todo factor estresante.

Las actuales medidas de distanciamiento social impuestas a escala planetaria para evitar la propagación de la Covid-19, privan al cuerpo de su principal soporte afectivo: el contacto físico. En compensación, la vida se ha pantallizado y, la mediación de un cristal, habilita tanto a abrazar con el alma como a hacer el amor con las palabras. Sin embargo, pese a la  vertiginosa expansión del Homo Screen del Siglo XXI, las evidencias demuestran que nada  puede sustituir a la cercanía. Sin duda, nuestra humanidad, no está diseñada para carecer del encuentro vital en carne y hueso que, con sus matices, intensidades y complicidades, regula nuestra existencia y, cuya importancia, se remonta a los albores de nuestra cultura comunicativa.

Veamos las pistas que, al respecto, nos ofrece la arqueología: desde hace aproximadamente 4000 años, en Kotosh –yacimiento ubicado a 5 km. de la ciudad de Huánuco en Perú–, un binomio de relieves modelados en terracota color blanco-crema proporciona valiosas informaciones. Se trata de dos pares de antebrazos cruzados en ángulo de 90° y en dualidad complementaria –uno masculino, más grueso, en el que una mano derecha cruza sobre una izquierda; el otro femenino, más fino, en el que una mano izquierda cruza  sobre una derecha–. Ambos pares se encuentran emplazados en la parte inferior de dos nichos del denominado Templo de las Manos Cruzadas –uno de los más antiguos de América–. Fue el  arqueoastrónomo peruano Carlos Milla Villena quien, anclando en la  paleosemiótica etno-social, hizo luz sobre este símbolo de la iconografía sagrada andina. Sus investigaciones –plasmadas en el libro Ayni– develan que Las Manos Cruzadas de Kotosh –como se las llama– representan  la Ley de Reciprocidad andina. Desde otra perspectiva, este legado es también una clara manifestación de la sociedad táctil que somos. De hecho, los miembros superiores son instrumentos ineludibles para tomar contacto con el mundo, para crear y, sobre todo, para expresar y transmitir información afectiva.

En el elenco de gestos del lenguaje no verbal, el abrazo –tan antiguo como la humanidad– adquiere una dimensión primordial.  Desde el más distante hasta aquel que se acompasa con el latir de dos corazones que se aman, un abrazo jamás supone error de interpretación. El diccionario de la Real Academia Española (RAE), define el verbo “abrazar” en su primera acepción como “ceñir con los brazos”. Pero abrazar es mucho más que eso: es la experiencia física que vuelve innecesarias las palabras; es la síntesis gestual del afecto; es la forma perfecta de expresar el amor; es un puente entre dos almas.

Numerosos estudios demuestran los irrefutables beneficios del abrazo para el bienestar y la salud. En ese sentido, el psicólogo norteamericano Harry Harlow –precursor de la Teoría del Apego– sostiene que, cuando se estimula la experiencia táctil en la primera infancia, ese patrón  acompaña a la persona a lo largo de toda su vida. Por su parte, el psicoanalista y psicólogo británico John Bowlby –autor de la Teoría del Bonding– complementa el postulado de su colega proponiendo el contacto “piel a piel” con los bebés como la fuente de un desarrollo psicosocial y emocional saludable.

Entre los tantos duelos que estamos atravesando en este inédito Espacio-Tiempo, el duelo por  el abrazo es, tal vez, el  que nos delata más sensibles. Ni la resiliencia ni  la antifragilidad descripta  por Nassim Taleb,  resultan suficientes para elaborarlo. De modo que, mientras permanezcamos excluidos del ritual de abrazar y de ser abrazados; mientras la oxitocina encarcelada impida al cuerpo expresarse en libertad, nos queda solamente nuestro “sentipensar” –la única trinchera inaccesible al aislamiento social–  y ¡por supuesto! la memoria  grabada en la arcilla de Kotosh, perpetuando l´innata e irrenunciable tradición táctil que, el ojocentrismo del mundo digital, no  podrá jamás sustituir.

Playa Unión – Chubut – Patagonia Argentina.  10 de mayo de 2020

Por Alteridad

Un comentario en «Cuando faltan los abrazos»
  1. Isa, un placer leerte y tan atinadas tus palabras, uno se abraza a muchas cosas, y permitimos que nos inunden sentimientos en ese acto tan sencillo, pero el abrazo físico, el real, el de contacto se extraña, se necesita, y es el que espero con ansias. La lectura fue un abrazo a la distancia!!!!

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