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“Detrás de nosotros estamos ustedes”

Isabel María Álvarez

Una de las piezas más valiosas del Museo Nacional de Antropología de México es la máscara de Pakal el Grande –legendario rey maya  que, durante el Siglo VII,  gobernó durante 68 años la antigua ciudad de Palenque en el actual Estado de Chiapas, ubicado en el sureste mexicano–.

Encontrada en 1952 junto a la momia del soberano por el arqueólogo Alberto Ruz Lhuillier  y, restaurada en la década del 2000, esta pieza funeraria de muy refinada factura, estuvo originalmente conformada por un mosaico de más de 340 teselas con seis matices de jade verde –piedra vinculada al agua, a la fertilidad  y a la vida–,  cuatro aplicaciones de concha y dos discos de obsidiana simulando las pupilas.

La arqueología da cuenta que, tal como sucede en varios pueblos originarios, para los Mayas, la máscara funeraria era un elemento ritual esencial en el que los artistas mesoamericanos  representaban, en material precioso, las cualidades fisonómicas, estéticas y simbólicas de los personajes de noble linaje y que estaba destinado a cubrir sus rostros  durante el viaje al “más  allá”.

El uso de la máscara se remonta al Paleolítico. Se las ha confeccionado en los más diversos materiales: corteza de árbol, paja, cuero, madera, marfil, hojas de maíz, papiro, estuco,  piedra, oro, plata,  plástico, látex, papel maché, etc.

Para la etnología, la humanidad empieza a utilizar máscaras cuando surge la autoconciencia, es decir, cuando el hombre se reconoce a sí mismo con respecto a los otros. En otras palabras: cuando el mirarse al espejo permite la construcción de la subjetividad.

En el teatro, el poder mágico de la máscara convierte la ficción en realidad dando vida al personaje que representa los distintos estados del ser mientras que, durante el Carnaval, su uso permite el anonimato y, por unos días, habilita la posibilidad de “escape a la norma” confiriéndole una función catártica y exorcizante.

Metafóricamente, el concepto de “máscara” se aplica por extensión, a todo aquello que pretende ocultar una verdad. Vale recordar a título de ejemplo que, durante la Revolución de Mayo de 1810, se llamó “La máscara de Fernando VII” al juramento hecho por los patriotas de gobernar en nombre de un rey cautivo cuando, en realidad, la intención era lograr la independencia de lo que hoy es Argentina.

Las pistas precedentes que  ofrecen las ciencias, los  lenguajes y las expresiones culturales nos conducen  a una espiral  de sentido y de analogía.

En efecto, el “aquí y ahora” nos sorprende en la ilusión visual de parecernos a personajes salidos de una película. Ante la pandemia del coronavirus, adquirimos una imagen que admite comparación con el misterioso “hombre de la máscara de hierro” que, según la historia y la literatura francesas, tenía prohibido el contacto y debía permanecer todo el día con una máscara de hierro–. Su leyenda, llevada al cine en ocho oportunidades, tiene algunas similitudes con nuestra situación actual. Sin embargo, en nuestro caso, el confinamiento no tiene lugar en la Prisión de la Bastille sino  en nuestras casas y, en vez de una máscara de hierro, contamos con una aliada de uso obligatorio para proteger y protegernos: la mascarilla –un dispositivo que oculta parcialmente nuestro rostro dejando a la vista solamente nuestros ojos –.

Símbolo de este nuevo tiempo, nuestra mascarilla “mediadora” no es ritual ni ceremonial; no es teatral ni carnavalesca; carece de fronteras sociales, étnicas,  territoriales y culturales; nos interpela a  tomar conciencia de nuestro lugar en el Universo y nos recuerda el desafío colectivo de dar sentido a nuestra vida con las mejores cualidades de nuestra  personalidad.

Precisamente, la palabra “personalidad” deriva de “persona” que significa “máscara”. El Dr. Rogelio  D´Ovidio señala en su libro Del cuerpo al espíritu que  “la personalidad es la máscara con la que nuestra alma se muestra al mundo”.

Al pensarnos integralmente como personas, cabe preguntarnos por qué solamente se nos está permitiendo tener los ojos libres. ¿Será para poder abrirlos y despertar a la belleza del otro y de lo otro?, ¿será para valorar y respetar la vida y todo lo viviente? Y cuando llegue el día en el que podamos correr a los brazos de los seres amados: ¿qué rostro tendrá el mundo post pandemia?, ¿qué alma mostraremos cuando podamos mirar a cara descubierta? Varias preguntas y una sola esperanza para un anhelado momento: que nuestra humanidad nos permita sentir que, tal como nos enseñaron los hijos de la niebla que perviven en la tierra de Pakal el grande: “detrás de nosotros estamos ustedes”.

Desde la costa sur de América del Sur, 29 de abril de 2020

Por Alteridad

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