RAZÓN ÚTIL O CONOCER EMOCIONAL
Por Carlos Wikilson
Así como la libertad, con sus mas y sus menos, fue una idea y un valor central de la civilización moderna, la ubicación de la razón como facultad superior y casi única del ser humano, constituyó otra de sus características básicas.
Podemos definir la razón como la capacidad de elaborar ideas y establecer relaciones entre ellas para obtener juicios y conclusiones. El fundamento de su funcionamiento es la abstracción, es decir la capacidad de aislar y extraer rasgos comunes entre varios objetos o sucesos concretos similares, formando un concepto aplicable a muchos casos más de aquellos a partir de los cuales se formó.
La emoción, por su parte, es la reacción afectiva frente a objetos o sucesos concretos, que impulsa a acercarse o alejarse de ellos. Las emociones se traducen en sentimientos, es decir, en las sensaciones internas o “sentires” mas o menos permanentes, que provocan esas experiencias de atracción o rechazo emocional.
Las emociones y sentimientos configuran un mundo diferente al mundo de las ideas; pero ambos se encuentran íntimamente vinculados. De hecho, las ideas, conclusiones y juicios del ser humano se encuentran penetradas de emociones y sentimientos, así como estas contienen grados de abstracción que superan el carácter concreto e inmediato de los objetos y sucesos que las provocan o evocan. La complementación entre ambas funciones es la forma natural de vincularse y dinamizarse mutua y equilibradamente. En lugar de la inicial subordinación y posterior anulación del mundo emocional por el racional, como sucedió a lo largo del desenvolvimiento de la civilización moderna.
En efecto, si bien la supremacía de la razón sobre las emociones y sentimientos, empezó a delinearse claramente en la antigua Grecia, fue hacia fines del renacimiento europeo, cuando tal predominio comenzó a adquirir una configuración particular, definitiva y creciente, que llegó hasta nuestros días. Veamos esto con más detalle.
Por ese entonces empezaron a conjugarse el cálculo matemático – grado máximo de abstracción si se quiere – con las armas navales y la observación sistemática de la realidad, para dar origen a lo que posteriormente se llamaría conocimiento científico. Sobre la base de esta conjunción, Galileo Galilei realizó sus investigaciones y escribió “El mensajero de los astros”, la primera expresión contundente de esta nueva forma de conocimiento. De hecho, el conflicto con la jerarquía de la Iglesia Católica, no provino tanto de saber si el mundo giraba alrededor del sol o no, cuanto de aceptar o rechazar que se pudiera alcanzar la verdad mediante cálculos matemáticos surgidos del uso de herramientas militares y aplicados a través de instrumentos técnicos, como el telescopio. Es decir, el conflicto de fondo fue generado por la aparición de esta nueva forma de conocimiento que desplazaba la revelación religiosa y los razonamientos filosóficos, como las únicas formas de conocimiento verdadero aceptadas.
Mientras Galileo en Italia planteaba su teoría astronómica, Francis Bacon en Inglaterra, elaboraba las reglas elementales de esta forma nueva y original de conocer: el método inductivo, afectivamente neutral y racionalmente cuantitativo. Método que, según él, era opuesto al aristotélico deductivo, del cual se diferenciaba no solo porque incorporaba conocimiento nuevo, sino y sobre todo, porque generaba un conocimiento útil, cosa que no hacía el aristotélico. Esta coincidencia entre ambos pensadores no se dio por casualidad. En todo el continente europeo se estaba desarrollando una nueva forma de mirar y vivir el mundo, sacando del medio las emociones y los sentimientos y concentrándose en análisis cuantificados y “objetivos” – o sea sin intromisiones emocionales o sentimentales – de los hechos.
Pocos años después, Descartes lanzaría al mundo su famosa frase “pienso luego existo”, eliminando el sentir como base de la certeza sobre la propia vida, y un tiempo mas adelante Newton expondría la idea del universo como un gran reloj mecánico, sin alma, ni dioses, ni afectos posibles. La ruptura del vínculo emocional con el mundo y la propia existencia, quedaba así sellada en una visión “científica” del universo exterior e interior. Culminaba de esa forma lo que el sociólogo alemán Max Weber llamaría el proceso de “racionalización o desencantamiento del mundo”, al que califica como uno de los ejes de la sociedad moderna.
De allí en más, las ciencias se desarrollaron, profundizaron y multiplicaron en distintas disciplinas de forma asombrosa, generando una enorme cantidad de conocimientos nuevos, motivados cada vez con mayor intensidad por la creación de objetos útiles, como deseaba Bacon. Ciertamente una inmensa cantidad de estos objetos como medicamentos, medios de movilidad, formas de construcción, modos de comunicación e información, maneras de producir alimentos o extraer y transformar materias primas, así como miles más, facilitaron la vida de la humanidad. Pero no es menos cierto que una parte muy importante y creciente de las investigaciones científicas hoy, al cabo de este largo y complejo proceso, son impulsadas para producir armas más letales o para incrementar la productividad y rentabilidad, a costa de destruir la naturaleza, deteriorar el medio ambiente, concentrar las riquezas e incrementar el peligro bélico para nuestras vidas.
Es que al mismo tiempo que el desarrollo científico produjo los beneficios señalados, se desconectó absolutamente de los afectos, sentimientos y emociones, y puso en la utilidad su sentido último, como quería Bacon. El conocimiento emocional de la madre tierra y el padre cosmos, en tanto conocimientos afectivos, respetuosos, vinculantes y responsabilizantes de los seres humanos con el mundo al que pertenecen – que acompañaron el tránsito de la especie humana sobre el planeta durante decenas de miles de años – quedaron eliminados del horizonte civilizatorio moderno. Con las graves consecuencias que ya estamos comenzando a sufrir.
Parece haber llegado el momento de re-establecer una vinculación emocional positiva, profunda e integral con el mundo que nos rodea. Una conexión emocional que reoriente y hasta modifique el conocimiento científico tal como se lo conoce en la actualidad; haciéndolo capaz de abandonar su utilidad militar y rentística, para convertirse en fuente de admiración y medio de apoyo a la recuperación y fortalecimiento de los millones de diversidades y armonías naturales, que componen el misterio asombroso de la vida.