¿HOMBRES LIBRES, O SUELTOS Y ENEMIGOS?
Por Carlos Wilkinson
La llamada civilización moderna, que es la dominante en el mundo actual, se empezó a bosquejar inicialmente en la Europa del renacimiento y tuvo como una de sus ideas y valores centrales la libertad del hombre. El lugar preponderante que ocupó este concepto, tenía su razón de ser. Emergió en un contexto en el cual las luchas de los burgueses por liberarse del dominio monárquico, de los creyentes en nuevos credos por hacerlo del dominio papal y de los campesinos por hacerlo de los señores feudales, configuraban el escenario de esa época europea.
Sin embargo, a pesar de tener tanta importancia, la forma de concebir la libertad contuvo, desde su inicio, imprecisiones y sentidos diferentes que no solo tornaron confusa su interpretación cultural, también posibilitaron que la misma fuera mutando a través del tiempo. En primer lugar, no quedó claro si la libertad, como valor esencial de la sociedad que se proponía, se refería a la libertad de una persona o de una comunidad, o de las dos. En segundo lugar se la entendió inicialmente tanto como la ausencia de determinaciones externas, cuanto como la capacidad de autodeterminarse; dos definiciones parecidas, pero no iguales. Porque en el primer caso el acento se pone en que no haya ningún factor que obligue, determine o influya en los actos y decisiones que se toman, mientras en el segundo se remarca la importancia de contar con la facultad interna de pensar, decidir y actuar por si, independientemente de los condicionamientos externos; de una se deriva que para asegurar la libertad hay que anular los factores externos que la limitan, de la otra que hay que profundizar la capacidad de pensar, decidir y actuar por si mismo para ser libre.
Estas indefiniciones e interpretaciones en los momentos iniciales de esta nueva matriz civilizatoria en gestación, se fueron aclarando con su desenvolvimiento histórico; a medida que sus componentes individualistas se desarrollaron con mayor intensidad y profundidad.
En efecto, inicialmente y durante los primeros siglos del despliegue de la civilización moderna, el sujeto de la libertad fue tanto el individuo como la comunidad, pero poco a poco, a medida que los Estados europeos se consolidaban y se expandían por el mundo, el sujeto comunitario de la libertad fue desdibujándose, en tanto la libertad de los individuos cobraba cada vez más relevancia. Lo que sucedió así por varias razones. Una porque las sociedades europeas dominantes ya habían afianzado su libertad colectiva como Estados-Naciones, por lo que ésta fue perdiendo significado práctico para ellas. Pero también, porque acentuar como valor la libertad comunitaria en las sociedades que eran colonizadas, iba en contra de los intereses expansivos de ellos mismos, convertidos ya en imperios. Mientras tanto, la excelsitud de las libertades individuales fue adquiriendo, en el modelo de sociedad deseable que promocionaban para si y para el resto del mundo, un significado lógico-valorativo central: era el eje en torno al cual, ideológicamente hablando, debía estructurarse toda la sociedad, en lo político, en lo económico y en lo cultural.
Por otra parte, la libertad entendida como ausencia de determinaciones externas o como autodeterminación interna, tuvo también su evolución, pero con una dinámica y cambio de contenidos diferentes. En este caso, desde su inicio hubo un predominio claro de la concepción según la cual la libertad se consideraba como la ausencia de determinaciones externas, lo que siguió acentuándose con el correr del tiempo; si bien su significado como autodeterminación no desapareció completamente, quedó reducido a un papel cada vez menor.
Cuando, históricamente, el concepto de libertad del individuo se impuso y se combinó con la visión de ella como ausencia de determinaciones externas, terminó decantando la idea de que para ser libre era necesario desvincularse de cualquier lazo o relación que pudiera condicionar las decisiones personales. Esta concepción cultural de la libertad, comenzó a prefigurarse en el siglo XIX y quedó sólidamente establecida en el siglo XX. De allí que desde entonces la civilización moderna, en realidad, haya empezado a promover no tanto hombres libres, como hombres sueltos; seres humanos “liberados” de todos los vínculos sean familiares, culturales, políticos, sociales o económicos – comunitarios en suma – que pudieran condicionar su “libertad”.
Pero este proceso de transformación del concepto de libertad y, consecuentemente, de uno de los valores centrales de la civilización actual, no terminó ahí. Porque, siguiendo el camino opuesto a la desvinculación comunitaria, se generó una vinculación mayúscula con medios de información que inhibieron marcadamente la libertad individual, si la concebimos como la capacidad de contar con pensamiento propio para autodeterminarse. En efecto, desde la segunda mitad del siglo pasado hasta la fecha, el desarrollo de sofisticadas y eficientes técnicas de marketing – entendiendo por tal la manipulación de las percepciones, pensamientos y emociones individuales para lograr determinadas conductas en aquellos a quienes va dirigida – junto a la concentración del poder en general y mediático-informático en particular, redujeron al mínimo el ejercicio de pensar y decidir por sí mismo, en muchos aspectos de la vida cotidiana de las personas. De hecho, una porción sustancial del mercado mundial de productos y servicios, se mueve sobre la base de dichas manipulaciones, orientadas a lograr el consumo de objetos y actividades nuevas, o bien el incremento de las ya existentes; manipulaciones cuyo uso hoy se ha extendido tanto para la elección de candidatos a cargos políticos, cuanto para la adopción de ideas sobre lo que sucede en el mundo.
Como si esto fuera poco, en los últimos decenios se ha venido implantando una convicción altamente preocupante respecto de quienes nos rodean: ya no se los ve solo como los generadores de vínculos que limitan la libertad, sino que se los visibiliza como opositores activos a que cada uno pueda “hacer lo que quiero”; es decir se los empieza a caracterizar y vivir como amenazantes enemigos a los cuales resulta necesario enfrentar, cuando no eliminar, para ser libres.
El resultado final: una sociedad de individuos sueltos, con su capacidad de autodeterminación bastante reducida, predispuestos a enfrentarse contra quienes lo rodean, por un lado, y de poderosos centros manipuladores, por el otro. Este resultado civilizatorio está generando desde hace tiempo bastantes y graves daños a la humanidad y al conjunto de la vida del planeta, pero de seguir proyectándose y profundizándose hacia el futuro, sus consecuencias pueden ser realmente desastrosas y suicidas.
Quizás recuperar hoy el valor de la libertad como capacidad de autodeterminación colectiva, como base de la individual, sea la única forma de extraer de la civilización moderna, uno de los elementos mas valiosos que tuvo en su origen. Actualizándola a las condiciones del presente, nos permitirá replantear la construcción de unas comunidades y una humanidad más equilibradas y armónicas entre sí y con el conjunto del planeta tierra gestando de esa forma perspectivas de futuro más atrayentes.